Siempre iba de museo en museo y de galería en galería de arte. Quería que su amor naciera entre cuadros y pinturas. Algo le decía que allí, rodeado de tanta belleza, sus ojos encintrarían al fin otros ojos cómo los suyos que acabarían convirtiéndose en el amor de su vida.
Escuchaba a la gente decir cómo habían conocido a sus parejas: en el instituto, en un pub, por internet, en un supermercado, en un tren... pero él creía que el sitio perfecto y normal era en una exposición, entre bellezas robadas, figuras etéreas, entre colores y líneas inmortales.
Así fueron pasando los días, los meses y los años, de exposición en exposición, con un buen y bonito catálogo y una ilusión imperturbable. Con el tiempo el motivo que lo había llevado a vivir entre pinturas se fue perdiendo, mezclándose entre la niebla del olvido. Y poco a poco, sin darse cuenta, el amor hacía y por los cuadros fue creciendo y acumulando la energía capaz de convertir las nubes de los sentimientos en una atroz tempestad.
Una tarde cualquiera de visita en un museo miró el reloj y se dio cuenta que habían pasado 20 años.
Alguien pasó como una brisa huidiza ante él y al girarse creyó ver unos ojos que lo miraban, aquellos ojos esperados, aquellos deseados, aquellos conjurados.
Corrió detrás de ellos por los pasillos hasta la salida. El viento helado del norte le hizo estremecerse y entre la fina lluvia de aquella tarde vio como una silueta desdibujada se giraba de vez en cuando observándolo. Su deseo aumentaba a medida que su corazón afirmaba la certeza de su encuentro, por fin, el encuentro de su amor.
Vio cómo dos calles más arriba la figura abría las puertas de un edificio iluminado y desaparecía tras ellas. A los pocos minutos él entraba por esa misma puerta. Era un café-pub con mesas redondas de madera y taburetes de piel. Se abrió paso entre la tenue luz tejida por los hilos de humo de los cigarrillos. Apenas sin aliento encontró en una mesa del fondo los ojos que había perseguido. Tantos años sin hablar con nadie habían alimentado en él una timidez exacerbada y sin dejar de mirarla se dejó caer sobre la pared de enfrente.
Era una chica morena, con unos ojos grandes, casi negros y algo estirados; delgada y con el cabello más bonito que nunca hubiera podido imaginar que existiera.
- ¡Por fin! – pensó .- ¡Es ella, mi amor! –
Pasaron unos pocos minutos infinitamente largos y la chica se acercó. La tenía tan sólo a escasos centímetros, allí mirándolo, con unos ojos que devoraban cada pedazo de su cuerpo, unos ojos que brillaban y escudriñaban cada pliegue y cada trazo de su piel. Tenía que hablarle,. Debía hablarle. Pero hacía tanto tiempo que no hablaba , tanto tiempo sin hablar. ¿Cuánto? ¡Cuánto! Abrió los labios y se sorprendió al oír el sonido tantas veces ensayado, tantas veces querido:
- Te quiero. Tú eres el amor de mi vida –
La Chica no respondió, seguía igual, mirando, mirando, y él pensó que tal vez debía darle tiempo para reaccionar, esperar un minuto, dos, tres...y volvió a decírselo. Pero ella seguía sin responder, sólo lo miraba, lo miraba y sonreía, o suspiraba, o abría aún más los ojos. La incertidumbre poco a poco fue convirtiéndose en temor y después en miedo. Un miedo que le hacía gritar aún más fuerte te quiero, te quiero, te quiero...
Un chico se acercó hacía ella y dejando el brazo sobre su hombro le dio un beso en la mejilla.
- Rapmé, lo siento, he llegado tarde. ¿Qué haces? – dijo el chico.
- Vengo del museo y justo al llegar aquí han traído este cuadro de la exposición que estaba viendo. Era el último y como se me hacía tarde para venir, sólo vi fugazmente, pero algo hizo que me girara en el último momento y mientras salía lo he visto. Lo acaban de traer. En este café suelen traer cuadros del museo para exposiciones paralelas. Pero ha sido extraño., he visto que justo cuando salía lo cogían y lo traían hacía aquí, yo me giraba de vez en cuando y lo miraba...era...era como si me siguiese...es...es extraño ¿no? –
- Tu siempre te obsesionas con los cuadros, tienes una mente muy imaginativa. ¡Venga, vamos! ¡Que llegaremos tarde al cine! – dijo el chico.
Vio como aquel chico se la llevaba pero el no podía moverse , sus músculos no se movían, no respondían, siempre esperando, siempre esperando y ahora, ahora que al fin había encontrado los ojos que esperaba no podía hacer otra cosa que gritar más fuerte para no perderlos.
- No, no, por favor. Tú lo sabes, tus ojos lo saben. Te quiero, eres tú, sí eres tú, el amor de mi vida! –
Aún antes de salir la chica se dio la vuelta y sus ojos miraron aquel cuadro sobre la pared de aquel café. Lo miró y pensó:
- Sí, tal vez estoy un poco loca... me pareció oír que me llamaban. –
Quadre d'Amadeo Modigilani